Hay calles que no vienen en el mapa. Ahí, en San Quintín, donde no hay salida, recogí del árbol una naranja amarga que me fue perfumando por dentro y por fuera todo el camino hasta la calle Velásquez. El bullicio de los cuerpos con olor a humano y a perfume de marca convertía la calle del pintor y Tetuán en un canal de contrastes de efluvios que iban a desembocar en Plaza Nueva.
Fue entonces cuando, ya acoplado frente a la estatua del rey santo y contemplando el mar de pensamientos que escolta el boj en el jardín, cuando me vino al consciente el reguero de puestos ambulantes que sobre grandes pañuelos coloridos alfombraban las dos calles dejadas atrás, portando collares de cuentas, baratijas alegres que llamaban la atención de los viandantes. La mayoría de los vendedores, de origen ecuatoriano, ofrecían sus productos rodilla en tierra, vigilantes, en continua tensión, mirando y rastreando el horizonte en busca del hombre azul que, con su porra y su pistola, se acerca, pero despacio, para que las tórtolas levanten el vuelo.
En la oscuridad de la crisis se afilan los cuchillos al mismo tiempo que se elaboran las estrategias. El canibalismo pasa a ser la norma y los más débiles, aquellos que vieron en nuestros caballos y armaduras a los dioses de la noche de los tiempos, se convierten en el cordero que se sacrificará para nuestra salvación eterna. Pobres siervos que, viendo a sus gobiernos privatizar la poca sanidad y enseñanza pública que tenían, y a nuestras multinacionales apoderándose de nuevo de la tierra, de la mar, de los bosques, de los ríos y de sus propias vidas, se han apresurado y han cruzado el océano para devolvernos la quincalla que les vendimos hace más de quinientos años. Se han venido a la madre patria, a la sombra del amo, para que las migajas de la rapiña que puedan caer de la mesa, aún cuando sea sobre los pañuelos de la acera de las calles Velázquez y Tetuán, les alcance para subsistir.
De esta tierra salieron espadas, pero también salieron voces contra ellas. Hace ya bastantes años descubrí en El Canto General de Neruda a un sevillano, Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indios.
Hoy el gobierno quiere repatriar con ayuda económica a un millón de inmigrantes, hombres y mujeres con alma, a precio de quincalla.
Marcos González Sedano
Fue entonces cuando, ya acoplado frente a la estatua del rey santo y contemplando el mar de pensamientos que escolta el boj en el jardín, cuando me vino al consciente el reguero de puestos ambulantes que sobre grandes pañuelos coloridos alfombraban las dos calles dejadas atrás, portando collares de cuentas, baratijas alegres que llamaban la atención de los viandantes. La mayoría de los vendedores, de origen ecuatoriano, ofrecían sus productos rodilla en tierra, vigilantes, en continua tensión, mirando y rastreando el horizonte en busca del hombre azul que, con su porra y su pistola, se acerca, pero despacio, para que las tórtolas levanten el vuelo.
En la oscuridad de la crisis se afilan los cuchillos al mismo tiempo que se elaboran las estrategias. El canibalismo pasa a ser la norma y los más débiles, aquellos que vieron en nuestros caballos y armaduras a los dioses de la noche de los tiempos, se convierten en el cordero que se sacrificará para nuestra salvación eterna. Pobres siervos que, viendo a sus gobiernos privatizar la poca sanidad y enseñanza pública que tenían, y a nuestras multinacionales apoderándose de nuevo de la tierra, de la mar, de los bosques, de los ríos y de sus propias vidas, se han apresurado y han cruzado el océano para devolvernos la quincalla que les vendimos hace más de quinientos años. Se han venido a la madre patria, a la sombra del amo, para que las migajas de la rapiña que puedan caer de la mesa, aún cuando sea sobre los pañuelos de la acera de las calles Velázquez y Tetuán, les alcance para subsistir.
De esta tierra salieron espadas, pero también salieron voces contra ellas. Hace ya bastantes años descubrí en El Canto General de Neruda a un sevillano, Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indios.
Hoy el gobierno quiere repatriar con ayuda económica a un millón de inmigrantes, hombres y mujeres con alma, a precio de quincalla.
Marcos González Sedano
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